En el año 1801, el candidato republicado-demócrata Thomas Jefferson ganó las elecciones presidenciales de Estados Unidos, venciendo a tu contendor y entonces presidente federalista, John Adams. Dado que el presidente Adams tenía que abandonar el gobierno, y como su partido tenía mayoría en el Congreso, alentaron la promulgación de la Ley Judicial para facilitar una mejor organización de los tribunales en el país, pero esa ley también ordenó la creación de 16 nuevos puestos dentro de la judicatura, que el presidente Adams pretendió llenar rápidamente antes de dejar el puesto, indicando que realizaría todos los nombramientos incluso antes de la media noche de su último día de mandato. De ahí, que algunos también hagan referencia a esta Ley Judicial, como la “ley de los jueces de media noche”.
El presidente Adams cumplió su palabra, y minutos antes de la media noche del 3 de marzo del 1801, firmó todos los nombramientos de los nuevos jueces que, en esencia, dominarían la judicatura en todo el Distrito de Culumbia – lo que lógicamente no fue bien visto por el partido del presidente electo – empero, el Secretario de Estado de Adams, no logró despachar todos los nombramientos y 4 de ellos, dentro de los cuales estaba el del banquero William Marburry, no se entregaron. Cuando Thomas Jefferson asumió el cargo al día siguiente, su recién designado Secretario de Estado James Madison, se rehusó a entregar los decretos a los 4 faltantes, lo que provocó que Marbury que había apoyado activamente las elecciones de John Adams iniciara una acción judicial en contra de Madison ante la Suprema Corte de Justicia: caso Marbury versus Madison.
Para la época, John Marshall – que había sido Secretario de Estado del presidente saliente John Adams – ocupaba la presidencia de la Suprema Corte de Justicia y al examinar la acción de Marbury, no le ofreció una solución legal al accionante pues aludió que las pretensiones eran de la competencia de las Cortes inferiores, pero retuvo el poder de revisar la constitucionalidad del comportamiento tanto del Poder Ejecutivo como Legislativo. La importancia del fallo del Juez Marshall radica, no en su dispositivo, pero sí en su motivación: “…si una ley se opone a la Constitución, si ambas, una ley y la Constitución, son aplicables a un caso particular, el tribunal debe determinar cuál de esas normas en conflicto es aplicable al caso. Esta es la esencia verdadera de la obligación de los jueces”.
Esta es la génesis del famoso control difuso de la constitucionalidad, también conocido como sistema americano, a partir del cual todo tribunal del Estado tiene la facultad de ejercer el control constitucional de las normas que integran el ordenamiento jurídico y que, también es una consecuencia del principio de primacía de la Constitución previsto en el artículo 6 de nuestra Carta Magna. El control difuso ha estado presente en nuestro sistema constitucional desde la Constitución de San Cristóbal del 1844 en los artículos 35 y 125. Actualmente este control reposa en los artículos 188 de la Constitución y 51-52 de la ley orgánica del Tribunal Constitucional. Sin embargo, el efecto producido por las sentencias bajo el control difuso no es contra toda autoridad ni es vinculante a los demás poderes del Estado, como ocurre con el control concentrado ejercido por el Tribunal Constitucional (efecto erga omnes); no obstante, no deja de tener una utilidad indiscutible, de ahí que surge la discusión en torno a si este control solo lo pueden ejercer los demás tribunales del orden judicial, o si también lo puede aplicar el propio Tribunal Constitucional.
Para un sector de la doctrina, aplicación exegética del artículo 51 de la ley núm. 137-11 impide que el Tribunal Constitucional pueda ejercer este control, pues textualmente indica que esta reservado solo para “todo juez o tribunal del Poder Judicial”. Otra corriente plantea que la Constitución de la República en su artículo 188 amplía el alcance a todos “los tribunales de la República”, lo que incluso ha dado ese poder a otras Cortes como el Tribunal Superior Electoral y que nada impide que el Tribunal Constitucional en ocasión, por ejemplo, de una revisión de ordenanza de amparo ejerza ese control. Ahora bien, en la opinión del propio Tribunal Constitucional dada en su sentencia TC 670/16 del 14/12/16: “este tribunal como único órgano calificado para estatuir acerca de la constitucionalidad… no debe –y de hecho no puede– ejercer también el control difuso de constitucionalidad… debido a que el legislador le ha confiado dicha potestad a los jueces o tribunales del Poder Judicial…”
La pre citada decisión contiene, sin embargo, un interesantísimo voto disidente del Mag. Hermógenes Acosta, en el que sustenta: “resulta evidente que el referido texto legal (art. 51) consagra una limitación que no se contempla en el texto constitucional (art. 188), de manera que entre los referidos textos existe una parcial contradicción. Ante tal contradicción debe preferirse la norma de mayor jerarquía, es decir, la Constitucional. De lo anterior resulta que constitucionalmente el Tribunal Constitucional tiene facultad para conocer de las excepciones de inconstitucionalidad, en la medida que es un tribunal de la República”. Este último criterio ha alcanzado mayor aceptación en la comunidad jurídica, no solo por ser el más razonable y defendible académicamente hablando, sino porque representa una verdad de Perogrullo: mientras más acciones existan para garantizar la supremacía de la Constitución, mejor.
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